20 de mayo, tipo 2 de la tarde.
Si hay algo que detesto (aunque no tanto como esas
chalas/zapatos/sandalias/cosa extraña de plástico con agujeros que se pone en
los pies), son las zapatillas deportivas. Y no, no creo que tenga que ver con
mi lucha vital contra hacer deporte. Tiene que ver con un tema de
estandarización social generado por el no-estilo que te entregan esas
zapatillas que yo ocupaba para hacer educación física en segundo básico. Mucho
mayor es el no-estilo cuando se combinan con prendas que no tienen nada que ver
con deportes (léase: jeans, pantalones de tela, o falda… DE MEZCLILLA). Y ese
es el problema de uno de mis profes del proyecto de tesis.
Él es un
tipo intelectualmente intachable. Seco. Estudió en Francia, es doctor en
Historia, y además tiene un carácter entrañable. Pero juro que no soporto que
llegue a clases o se pasee por la universidad con unos pantalones de terno, y
esas zapatillas como para ir a la maratón de Santiago. Puedo entenderlo por un
tema de comodidad. Puedo entender que al común de la gente no le preocupe mucho
verse mal con tal de sentirse bien. Y sí, quizá soy un nazi de la moda
(mentira, tengo menos estilo que la Tigresa del Oriente), pero apelo, ya no a
las zapatillas, sino que a los pantalones. Si quiere sentirse cómodo,
combínelas con un buzo.

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