19 de mayo, cerca de las 1 de la
tarde.
Debe ser una especie de resentimiento, de regret hacia mis padres –uno de esos
problemas psicoanalizables que generan feroces traumas de adultez– porque cada
vez que veo a un pingüino vestido con el uniforme del Lastarria, me da una
envidia que de sana no tiene nada. Quizá es culpa también de que tres veces
estuve a-punto-dé con un lastarrino, y nunca lo logré (y una vez fue con una de
Las Putas Babilónicas, me sentía súper VIP). Prendí el cigarro y pasó un
mini-lastarrino de no más de 7 años y de inmediato me acordé de esa atracción
automática que me genera el uniforme. Este niñito claramente no generaba tal
cosa en mí –de lo contrario sí que tendría serios problemas psicoanalizables–,
pero el sentimiento y los recuerdos de esos tiempos de babosear por lastarrinos
volvieron a mi como una cachetada. La Paula me interrumpe cantando una canción del
Lucho Jara, y la conversación se desvirtúa. Del lastarrino pasamos a la Myriam
Hernández, y el hombre que yo amo sabe que lo amo. La colilla aguantó hasta los
comentarios sobre la bonita pareja que harían los dos cantantes.

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